Experiencia en un cat café en Corea del Sur
Antes de hablar de hablar de mi experiencia en un cat café en Corea del Sur, te voy a contar cuál es la relación entre viajes y gatos: estoy obsesionada con ambos. Amo a los gatos con locura desde que tengo uso de razón y crecí rodeada de peluches y accesorios de Hello Kitty.
Nunca pude tener un felino de mascota porque mi mamá les tiene fobia. Una vez tuve una gatita que vivía de allegada en la casa de un ex novio. Yo era feliz. Pero la gata despertó los furibundos celos de ese mal hombre.
“¿Tú vienes a ver al gato o a mí?”, preguntó él. Yo no dije nada, pero supongo que es verdad que el silencio otorga. El desgraciado la tenía tan estresada que tuve que regalarla. Al menos estaba en buenas manos y fue muy querida, hasta que se tiró por la ventana.
Amo a los gatos porque son inteligentes, independientes, suaves, tienen ojos de colores increíbles y mucha gracia al caminar. Creo que aquellos que detestan a los felinos es en realidad porque los envidian. No soportan que ellos, majestuosos, se instalen desde algún cómodo lugar a despreciar observar a la humanidad.
A veces apaciguo mi necesidad de gato viendo videos de youtube. Otras, me quedo mirando los envases de comida felina del supermercado. Patético, pero así es el amor. Soy como la vieja loca de los gatos, pero sin gatos y más joven.
La idea de abrir un café donde los gatos merodeen libremente comenzó en Taiwán a fines de los 90s. Quizás los cat café florecieron en países como Japón y Corea del Sur porque las casas son pequeñas o porque los asiáticos trabajan mucho y no tienen tiempo para cuidar y disfrutar de sus mascotas.
En mi paso por Seúl no podía faltar una visita a un café de gatos. Una tarde en que paseaba por Myeong-dong vi a un tipo disfrazado de gato naranjo y lo abracé. Luego le pedí que me indicara el camino a la felicidad.
Subí a un segundo piso donde debí sacarme los zapatos y usar unas sandalias de goma. El lugar se veía limpio y no olía a orina. Pagué los 8 mil won (unos 7 dólares americanos) que incluía un café o té. Pedí un té verde con leche, me senté y me entregué a los placeres felinos.
Había una letrero que señalaba las reglas. Otro que indicaba no molestar a los gatitos con pañuelo amarillo al cuello porque estaban “en una situación delicada” o algo por el estilo. Pero para mi tristeza, la mayoría de los gatos tenían ese pañuelo puesto o simplemente estaban durmiendo.
La verdad es que ni los “delicados” ni los “normales” estaban interesados en nosotros los humanos. Cada vez que yo o mi amiga nos acercábamos, nos esquivaban. Entre ellos no había onda e incluso había uno que otro roce. Había un grupo de niñas sentadas en el suelo que acaparaban a los pocos gatos sociales que había.
Luego me di cuenta que los atraían con comida. Uno de los encargados del café paseaba repartiendo algo parecido a una pasta de atún con el oculto afán de hacer que sus animales hicieran su trabajo. En otros cat café uno debe pagar por esa comida atrapa-felinos.
La verdad es que estos gatos no tenían una actitud soberbia sino que se paseaban impacientes y estresados. No soy etóloga, pero estos animales son muy territoriales y creo que el hecho de estar encerrados con un montón de otros gatos y humanos en una pieza no más grande de 10 x 10 metros los afecta negativamente.
Estuvimos una hora cuando yo esperaba quedarme al menos dos en un intento por sustituir lo que el destino siempre me negó.
Después de visitar este cat café en Seúl, fui a Tokio —paraíso para los cat lovers— donde nunca visité uno de estos café porque tenía poco tiempo y mucho que hacer. Así que tendré que conformarme con los amistosos gatos callejeros que me maúllan al pasar. Es nuestra forma de comunicarnos. Y ellos me han dicho que prefieren la libertad.
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