Carta a un hermano peruano… desde Chile

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Si no te gusta el título Carta a un hermano peruano, quizás no debas seguir leyendo. O quizás sí… e incluso cambies de opinión.

En mi último viaje a Lima, Perú, hubo algo que me dejó un sabor agridulce en la boca, y no fue precisamente la comida.

Si no me conoces, te contaré que no considero a las personas por su procedencia social o por su color de piel. La gente me cae bien o me cae mal o no me interesa. Punto. Y a pesar de que Chile es uno de los países latinoamericanos con mejor reputación en el mundo, no ando con el pecho inflado presumiendo de la (supuesta) gran economía que tenemos o de las Copas América que ganamos.

Al contrario, soy bastante crítica y consciente de los defectos de Chile y sus habitantes.




Tampoco me preocupa en lo más mínimo si el pisco es peruano o chileno o si la carne es más rica en Uruguay o Argentina. Yo tomo, como y lo paso bien con quiera acompañarme, sea español, chino o pakistaní. Lo mismo con el fútbol: me habría encantado que Chile clasificara al mundial, pero no me quita el sueño que no lo haga. Me da pena, pero creo que las actitudes de algunos jugadores loales dejan mucho que desear —ejem, Vidal por ejemplo—.

Entonces, viajar a otro país y que me pongan en el tarro de los soberbios, de los racistas, de los que le quitamos mar a Bolivia, de los que apoyamos a Inglaterra en Las Malvinas, me irrita. Antes me daba lo mismo. De hecho, en los barcos miraba con algo de lástima a los peruanos que intentaban convencerme de que Perú era maravilloso y que Chile era una mierda.

Al no seguirles el juego, se aburrían, cambiaban el tema y por fin me mostraban su verdadera personalidad como seres humanos libres de prejuicios. Así también se iban derribando mis propios prejuicios, porque si bien no los evidenciaba, estaban ahí, escondidos. Fue en esta travesía trabajando a bordo que hice grandes amistades de Perú y de todo el mundo, sin importar origen social, color o títulos universitarios. Fue viajando que aprendí a ser más tolerante.

Estando en Perú, la gente nunca pudo adivinar mi origen y me ofendieron indirectamente en múltiples ocasiones sin darse cuenta. Primero ocurrió en un negocio de barrio de Lima. El vendedor le ofreció peras chilenas a una peruana que parecía ser de clase medio-alta. “¿Chilenas? Ay no, qué asco”, dijo ella de forma exagerada, ignorando por completo que estaba insultando a mi país.




En otra ocasión, en un museo en la ciudad de Asunción, Paraguay, conocí a una pareja de peruanos que bordeaba la cincuentena. Hablamos de fútbol y les deseé suerte: esa noche Perú jugaría con Colombia y Brasil contra Chile. Sin embargo, la mujer hizo un comentario grosero sobre Chile en mi cara. El marido se avergonzó. Yo la ignoré. A veces uno supone que estos comentarios vienen de gente con escasa educación, pero claramente este no era el caso.

Luego, en Lima me quedé en un hostal donde había un letrero que rezaba “no a la discriminación”. En mi penúltima noche escuché a la joven mujer que trabajaba ahí hablando mal de Chile con unos extranjeros que no tenían nada que ver. Sabía que yo la estaba escuchando y sabía que era chilena porque yo se lo había dicho. Esto fue absolutamente innecesario y molesto, sobre todo considerando que estábamos en un hostal, en un ambiente internacional.

Yo entablaba conversaciones con todo el mundo, como siempre, hasta que, intrigados, me preguntaban de donde era, incluso en el Starbucks. Tengo un acento algo extraño —cuando viajo se nota más— porque no me gusta repetir ni que me miren con cara de que estoy hablando en chino.

Al responder “Chile”, el trato casi siempre cambiaba y parecían confundirse: creo que lo poco que sabían de mí no concordaba con su idea del chileno agrandado que les inculcaron “deben odiar”.

Durante todo el viaje se apoderó de mí un temor constante y totalmente inconsciente. No creo que temor sea la palabra adecuada, pero tenía la sensación de que alguien iba a decirme algo feo o iba a escupir mi plato por ser chilena. Entiendo si me tratas mal porque yo, como individuo, te caigo mal, ¡no por el lugar donde nací! La verdad es que sólo había tenido esta sensación estando en Bolivia.




Es triste. Porque así como en los barcos, en Lima y en múltiples ocasiones, me pasó que fueron ustedes quienes instalaron el tema con el ánimo de discutir. Este odio los hace ver como un país resentido y tercermundista y no el añorado destino sudamericano que tanto buscan proyectar a través de su gastronomía deliciosa y paisajes de ensueño.

No voy a negar que algunos de mis compatriotas andan en busca de la provocación, pero creo que la mejor forma es ignorar este tipo de acciones y, al contrario, contestar de la manera menos esperada: conciliadora.

Estando en Huanchaco, conocí al dueño del hostal donde me estaba quedando, que era limeño. Me trató muy bien. De hecho era muy, muy simpático. Hablamos de todos estos temas delicados, pero de forma crítica, objetiva e informada, de fútbol, de Gastón Acurio, de los chilenos que van a Cusco y andan provocando, de los peruanos que sobre reaccionan o también empiezan provocando. Fue un agrado hablar de tú a tú, sin etiquetas, sin colores ni nacionalismos infundados, como se supone somos los viajeros.

En grupos de Facebook me encuentro con discusiones estériles y ataques gratuitos a Chile, porque de pronto, se puso de moda odiarnos. Por culpa de jugadores de fútbol irresponsables —y pésimos embajadores del país—, por decisiones de políticos que poco o nada tienen que ver con el pueblo o, simplemente, por la falta de una mirada objetiva en los procesos históricos que marcaron a cada país.




Cuando le deseé suerte a la pareja peruana, tenía toda la fe de que Perú quedaría clasificado en el Mundial. Sé lo que es eso. Ni ustedes ni nosotros somos equipos de primera como Brasil o Alemania. Ni ustedes ni nosotros sabemos lo que es ganar un Mundial. Pero ambos países sabemos de cerca la alegría que puede provocar el fútbol en países donde impera la corrupción y la desigualdad.

Pero luego de los insultos hacia los chilenos que escuché en Lima y los que leí en redes sociales, perdí el interés.

Arturo Vidal cayó en la soberbia más descarada, lo que fue criticado por miles y con mucha razón. ¿Dónde quedó la humildad, Perú? ¿Por qué siguen el mal ejemplo de la selección chilena?

Lo irónico es que esta especie de carta surgió cuando frente a mí tuve una empanada de pino chilena y una crema de ají que traje de Perú. No se imaginan lo que es esa combinación. Y eso me hizo pensar que si pudiéramos unir y extrapolar lo mejor de nuestros países, seríamos mucho más grande de lo que somos —o de lo que soñamos ser— e impedir que los países ricos hagan lo que quieran con nosotros.

Me gustaría decir guau, no sabes lo bien que lo pasé en Lima, lo amable que es la gente, pero tengo esta espina clavada. No es rabia, es pena. Una sensación triste, como cuando una persona a la que estimas, te trata mal.

Hay dos momentos que rescato de mi última visita a Perú: no recuerdo su nombre, pero el peruano que cocinaba en uno de los hostales donde me quedé tenía mucha curiosidad por conversar. Era marino y había visitado el norte de Chile. “Al menos lo tienen bien cuidado”, dijo refiriéndose al Huáscar, el buque capturado por mi país en la Guerra del Pacífico. “Quizás sea hora de que lo devolvamos”, le dije.

Sin odio, sin provocaciones, seguimos hablando. Se veía muy interesado en saber de Chile, así como también le hablaba a otros extranjeros, sin importar su procedencia.

En el mercado de Huanchaco, la mujer que me sirvió el ceviche me preguntó por la comida chilena. Era una mujer muy amable, algo tímida, pero tenía una sincera curiosidad por saber cuales eran los platos típicos de Chile. Una vez más, esta era una conversación entre dos seres humanos, sin etiquetas, sin colores ni nacionalismos. Y, sinceramente, me habría encantado tener más encuentros de este tipo. Que eso se haga habitual depende tanto de nosotros y de ustedes.

Hagamos la diferencia.




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