Una visita a las pirámides como tripulante de Royal Caribbean
Una de las cosas que siempre le agradeceré a los cruceros es haber tenido la oportunidad de ir a las pirámides de Egipto ¡dos veces!
En febrero de 2010, estaba trabajando al lado del glaciar Franz Josef en la isla sur de Nueva Zelanda, cuando comencé a sentir melancolía. Sí, quería volver a los barcos.
Envié un email a la oficina de Starboard en Miami y me dijeron que tenían un barco para mí para el 1º de abril: el Navigator OTS, de Royal Caribbean.
Inmediatamente busqué su itinerario y casi me desmayé de emoción. Tenía que subirme en Miami. Estaríamos entre Estados Unidos y México por un par de semanas, y luego nos iríamos a Europa.
El puerto madre sería Civitavecchia, Italia, y el barco se movería entre Francia, Turquía, Grecia, España, puertos donde nos quedaríamos gran parte del día.
De hecho, en Barcelona nos quedábamos hasta las 10 pm y casi nunca abríamos la tienda. Pero lo mejor de todo era que el barco iría cada dos semanas a Alejandría, Egipto, quedándose dos días. A esto se le llama overnight. Los vendedores teníamos un día y medio libre.
Así que estando en Nueva Zelanda, le envié un email a mi madre: “me voy a Chile”. La pobre no entendía nada. Volví a Santiago en marzo, estuve dos semanas y partí a mi nueva aventura.
Incluso después de siete meses alejada de mi vida de tripulante, Starboard ofreció pagarme el pasaje. Me fui a Miami y esperé el gran día.
Contaba los días para llegar a Egipto. Todos los tripulantes tenían mucha ansiedad por visitar El Cairo, así que Royal Caribbean nos organizó un tour por tan sólo $40 USD.
A pesar de que a mí me gusta viajar de forma independiente, no me hice de rogar. Sobre todo después de ver tantos guardias armados por la ciudad de Alejandría. La Primavera Árabe estallaría unos meses después.
Llegó el día. Mis partners del momento, Nikola —croata— y Gastón —uruguayo— éramos los más entusiastas. A pesar de que el viaje a Giza tomaría alrededor de tres horas, el ambiente en el bus era efervescente.
Junto a nosotros iba una guía egipcia que nos relataba sobre la historia y los misterios de las Pirámides.
Nadie le ponía mucha atención, especialmente los italianos, que tenían armada la fiesta en el fondo del bus. Pero ella tenía buen humor y no se cansaba de respondernos cada vez que Gastón y yo le preguntábamos cuánto faltaba para llegar.
De la nada, a un costado de la carretera, se asomó, majestuosa, una de las pirámides de Egipto. Al fin, un sueño hecho realidad.
Pasamos el portón que protege la entrada y el bus se estacionó junto a decenas de otros vehículos. Había muchísima gente, mucho turista con el clásico pantalón kaki/calcetines blancos, pero también muchas tiendas y negocios armados sobre la arena del desierto.
Debo reconocer que esto le quitaba algo de encanto al momento. No esperaba que me reservaran las Pirámides para mí, pero nunca esperé ver tanta gente ni tanto vendedor hostigando a los visitantes.
¡Eso jamás se ve en los documentales!
Nos dirigimos a la pirámide de Kefrén. Nuestra guía nos había vendido los tickets para entrar por 20 libras egipcias (menos de 3 USD).
Gastón me dijo que tenía claustrofobia. Era su cumpleaños, así que le insistí que ese momento era único y que debía entrar. Al mismo tiempo me estaba forzando a mí misma a hacerlo, puesto que yo también sufro de esa fobia. De hecho, se desaconseja visitar el interior de las pirámides a personas con claustrofobia, asma o problemas cardíacos.
Fue un desafío, pero cerré los ojos y pensé “sólo se vive una vez”.
En la entrada a Kefrén, nos pidieron nuestras cámaras. Está prohibido sacar fotos. La mía es grande, pero fácilmente podría haber pasado una más chica o un teléfono.
Una vez dentro, no había vuelta atrás. Había que agacharse mucho y caminar hacia abajo por un conducto de unos cien metros, con el techo pegado a la espada.
El interior era muy caluroso, seco y un tanto polvoriento. El suelo tenía unas maderas, una suerte de escalones, en un camino muy inclinado.
Llegamos a la cámara fúnebre. Gastón estaba que se desmayaba, pero no sé si porque le faltaba el aire o por la emoción. No había nada más que un sarcófago de granito negro casi a nivel del suelo. A mí parecer, lo mejor de las pirámides está por fuera.
Salimos y nos encontramos con Nikola. Partimos a la Gran Esfinge, la construcción con cuerpo de león y cabeza de faraón.
Ahí conocí a otro tripulante, un músico argentino con el que volvería a las Pirámides, tres meses después (y se convertiría en mi novio).
La Esfinge se encontraba cercada porque estaban haciendo trabajos de restauración en sus alrededores. Aún así, ni los turistas en masa, ni el calor, ni la arena en mis ojos podían quitarme la felicidad que sentía en ese momento.
En la meseta de Giza, además de vendedores, estaban los camellos, esperando ser montados a cambio de algunas libras egipcias. Nikola me sugirió subirnos juntos a uno, pero yo, temeraria, quería mi propio camélido.
El animal estaba sentado sobre la arena. Me subí y el niño a cargo le ordenó que se levantara. Primero, las patas delanteras. Luego, las ancas. “Bájenmeee, bájenmeee”, empecé a gritar, histérica.
El camello era muy alto, se tambaleaba mucho y bramaba. Yo me considero una persona valiente, pero no pude y me bajé. El uruguayo me ofreció subirme con él. Y así lo hicimos. Me subí atrás y me aferré a su cintura.
Ahora éramos los dos gritando sobre el pobre animal. Aún así hicimos el trayecto completo.
Continúa leyendo mis aventuras en El Cairo.