Recepcionista en Princess

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Fernando, recepcionista del Caribbean Princess

Nos subimos al Caribbean Princess en Fort Lauderdale y de inmediato nos dimos cuenta de que el ambiente era tenso y muy hostil. Pero francamente creo que Bruno y yo llevamos felicidad a esa recepción.

Había un recepcionista búlgaro que le hacía bullying sicológico a la gente nueva. Yo nunca le aguanté nada. Con el tiempo empezó a ser muy buena onda conmigo. No sé si sería un tema cultural o qué, pero no usaba desodorante, hasta que el supervisor habló con él, con el fin de salvarnos la vida a sus colegas. También había un uruguayo, Mariano, tan nuevo como yo y Bruno. El pobre se había subido sin pasar por la capacitación de dos semanas. Le costaba un poco, pero se esforzaba, aunque se demoraba 45 minutos en ir a buscar un café. Había un portugués, Fernando, el depredador sexual del Caribbean Princess. El regalón de las veteranas. Nadie escapaba a sus encantos.

Mi compañera de cabina era Samantha, una recepcionista nueva de Inglaterra. Odiaba todo. Era cosa de semanas para que renunciara. Cuando se murió Margaret Thatcher, los gringos le daban sus condolencias. A Sam no podía importarle menos. Yo estaba en Nueva York cuando me enteré de que Sammy había tocado fondo. Un pasajero le gritó, ella le gritó de vuelta. Renunció y se bajó en Inglaterra, sin pagar un peso en pasaje de avión. También teníamos una colega alemana. Cuando terminó su contrato y la reemplazó Rocío, una chilena. Rocío resultó ser una especie de enciclopedia de la recepción y del barco: se lo sabía todo. Su gran defecto: siempre andaba carreteada y no era extraño sentirle olor a trago a las 8 am. Pedimos cambiarnos juntas a la misma cabina. Receta para el desastre.

También había una rumana que a mí, a Rocío y a Mariano nos daba mucha risa. Tenía como 35 años, pero parecía mucho menor. Era muy bajita y delgada y se decoloraba el pelo al punto que cualquier día podía amanecer pelada. Se hacía una gruesa cola de caballo y usaba lentes ópticos. Era medio histérica y, aunque llevaba varios contratos como recepcionista, parecía nunca saber nada. Era raro, pero aún así, dulce. A la rumana la reemplazó una japonesa. Yo le decía “La Foto”, porque siempre estaba sonriente, pero parecía muda, porque casi no hablaba inglés. Estas son las cosas que no entiendo: 90% de los pasajeros a bordo eran americanos o ingleses y nos mandan una japonesa que prácticamente no habla el idioma. Tengo entendido que querían enviarla a uno de los barcos que andaba por Japón, pero de todas maneras, me parece algo insólito. Nunca pude hablar mucho con La Foto, pero me parecía muy educada, como la mayoría de los japoneses.

Teníamos un montón de jefes: primero, estaba el supervisor, Carlo, un filipino igual a Buda. Era buena gente. Un detalle: en Princess se les paga menos a los filipinos, a los indios y a los mexicanos. Si eso no es discriminación, yo no sé qué es. Luego había otro supervisor, un ucraniano triste de rostro femenino. No era mala persona, pero vivía estresado y a veces contestaba muy mal. Un día me enojé y le recordé que quienes estábamos poniendo la cara en la recepción éramos nosotros, no él. Y sí, éramos los JAP —Junior Assistant Purser— los que nos estábamos mamando las quejas más estúpidas que uno se pueda imaginar. Primero, las agencias de viaje les prometían a los pasajeros una serie de descuentos y beneficios si compraban un crucero con ellos. Entonces, cuando se subían a bordo, lo primero que hacían era ir a la recepción a pedir estos beneficios. Nosotros, los JAP, teníamos que pelear a favor de Princess y tratar de disminuir estas promesas. Era muy agotador.

Por otro lado, estaban las quejas. Quejas válidas como “mi cabina huele a cigarro” o “yo compré un crucero con balcón y mi cabina no tiene”. En casos como ésos yo me desvivía por arreglar la situación. Pero había otras situaciones donde no había mucho que hacer. Por ejemplo, una americana se quejó con Dean, uno de mis colegas, de que el mar en las Bahamas tenía demasiadas rocas y que “su“ mar no era así. Dean le preguntó de dónde era ella. “Florida”, respondió la mujer. Florida y Las Bahamas comparten el mismo mar, así que la lógica de esta mujer era nula. Por otro lado, ¿qué podía hacer mi colega? ¿Sacarle las rocas al mar? La queja era tan insólita que le saqué una copia y la guardé para reírme en el futuro. Además, todas estas estupideces teníamos que copiarlas en un archivo en el computador y hacerle “follow up”, lo que significa que teníamos que solucionar el problema hasta cerrar el caso. A mí me gusta solucionar problemas y creo que fue gracias a eso que conseguí tener tantos comentarios positivos de los pasajeros, pero, el gran problema, era que mis jefes difícilmente cooperaban. Carlo me comentó que quizás ellos ya habían perdido todo interés por los pasajeros o que ya no los veían como personas. Yo no. Yo los veía como abuelitos. Siempre había uno que otro viejo con Alzheimer que se olvidaba que lo estaba ayudando y venía y me ladraba —la edad promedio en ese barco era de 65-70 años—, pero a mí me gustaba el trabajo.

Aparte de todo este estrés cotidiano por parte de los jefes y los pasajeros de la tercera edad, estábamos a cargo de una flota de dinero, hacer cobros y dar cambio. Teníamos una jefa de finanzas, María, una portuguesa malas pulgas, encargada de las platas. Los pasajeros siempre venían a la recepción a pedir cambio, ya que las lavadoras solo pueden pagarse con monedas de 25 centavos. Cuando yo empezaba mi turno, siempre me aseguraba de tener suficientes monedas, pero María nos daba cambio cuando se le antojaba. Entonces, mis compañeros acudían a mí para pedirme monedas. Al final, ocurría que nadie tenía cambio, excepto yo. Carlo nos llamó la atención por esto y yo, que odio las injusticias, me quejé de María y de su mala actitud. Al fin y al cabo, era por su culpa que nos estaban retando. Al final se gestó un gran drama a partir de la estupidez de la portuguesa, y ésta es una de las cosas que me irrita profundamente de los barcos: hay drama por cualquier cosa. Tanto así, que decidí irme. No estaba viajando todo lo que quería, pero debo reconocer que, a pesar de todo, me gustaba mucho este trabajo.

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