Viajar con amigas: historias de terror o los mejores recuerdos de tu vida
No entendí a las mujeres hasta que empecé esta aventura por el mundo. Al viajar aprendí de otras culturas, me fortalecí como ser humano y me di cuenta que había más mujeres que pensaban como yo y priorizaban otras cosas por sobre lo que nos impuso la realidad en la que crecimos. En mi caso, un mundo conservador donde ser diferente te valía críticas y donde el hombre parecía ser el centro de la vida de la mujer. Por suerte, las cosas resultaron ser muy distintas.
Primera escena
Cuando estaba planeando mi viaje a Nueva Zelanda, una amiga de un conocido a quien llamaré Julieta sugirió unirse a esta aventura. Me caía bien, muy bien, pero ambas sabíamos eso que la gente se conoce de verdad viajando. Y como no nos conocíamos mucho, decidimos hacer un “viaje de prueba” y nos fuimos en bus a Mendoza.
Repito: me caía bien. Pero de pronto empecé a notar que tenía una gran obsesión con los hombres. Hace unos años había muerto un (supuesto) novio y quizás eso la había marcado. Yo, en cambio, había terminado una relación con aires de matrimonio porque me había dado cuenta que quería estar y viajar soltera. Hasta que empezaron a ocurrir ciertas situaciones… situaciones incómodas, como una extrema necesidad de atención por los argentinos del hostal de Mendoza.
Como ella era un par de años más joven que yo, aprovechaba cada pequeña oportunidad para hacer notar dicha diferencia, pero cada vez que lo hizo le salió el tiro por la culata y la gente pensó que ella era la mayor de las dos.
Me acuerdo que un día le dije a Julieta que tenía una sonrisa bonita. Ella respondió “Tú y yo estamos igual”. Luego entendí que ella jamás tendría una amiga más guapa que ella. Ignoré la señal más obvia de todas: su inseguridad. Mi casi amiga jugaba chueco, pero hice caso omiso de sus comentarios, hasta que su necesidad de atención masculina empezó a darme vergüenza ajena.
El último día en Mendoza fuimos a un restorán. Pedí milanesas. Ella, le pidió el teléfono al mesero. “Para cuando vayas a Chile”, le dijo. El garzón, guapo, pero no de mi gusto, volvió, anotó su número en un papel y me lo pasó, ignorando completamente a Julieta. Se puso roja y se molestó conmigo. Le pasé el papel, pero no lo quiso. Me ignoró un buen rato y se fue caminando un poco más adelante. Supongo que se sintió humillada, pero de cierta manera me estaba culpando porque el mesero la ignoró, cuando yo ni siquiera lo miré dos veces.
Segunda escena
Meses después me fui a Nueva Zelanda, sola. Ya me había dado cuenta de que no podía viajar con alguien que le daba tanta importancia a asuntos tan banales, pero Julieta me seguía cayendo bien. Cuando ya tenía amigos y un trabajo en Auckland, llegó ella con una amiga suya. A mis nuevas amigas extranjeras del Fat Camel, el hostal donde trabajaba y vivía, no les cayó bien, no sé bien porqué. Julieta no se sintió bienvenida y se fue a otro hostal.
Un noche nos juntamos en el bar del Fat Camel, donde Julieta conoció a un holandés. Una vez más, primó su necesidad de atención. Si yo me reía o “le hablaba demás”, me ganaba un comentario mala onda. El holandés estaba lejos de la idea de rubio de metro ochenta de encantadores ojos azules que se deben estar imaginando. Además de bajito, le faltaba un colmillo. Y creo que otro diente más. Pero Julieta enloqueció por él y se fueron a un hotel. Luego me confidenció de que no había usado protección. Antes también me había contado que tenía ganas de quedar embarazada. Al parecer, no importaba quien fuera el padre. En ese momento me di cuenta de que no había ninguna posibilidad de viajar juntas.
Yo seguí mi camino, Julieta el suyo. Nos dijimos cosas feas por Internet y cortamos todo vínculo. Tiempo después me enteré que se había embarazado de un australiano o un inglés. Había logrado su cometido. Intenté que fuéramos amigas porque, insisto, me caía bien, pero sus actitudes no eran compatibles conmigo y nunca más supe de ella. Para mí, competir con otras mujeres —sobre todo por asuntos tan mundanos— es una aburrida forma de perder energía y tiempo.
Tercera escena
Las mismas nuevas amigas que rechazaron a Julieta, me demostraron que eran independientes y que viajaban libres y felices. No se trataba de ignorar a los hombres, pero los veían como complemento en sus vidas y no como un fin. Nunca ninguna se peleó por la atención de un hombre. Nunca tuvimos conflictos de ese tipo, incluso cuando viajamos a Berlín años después. Nunca hubo un comentario malintencionado entre nosotras, al contrario.
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Ellas me demostraron lealtad y amistad a toda prueba. Incluso, cuando tuve un pequeño problema en el hostal de Auckland, todas protestaron a mi favor y amenazaron con dejar el hostal y buscarse otro. Cuando una de nosotras sufría por algún percance amoroso, ahí estaban ellas para dar su apoyo y para curar la tristeza con un viaje furtivo a la Bahía de las Islas o una noche de fiesta.
En este viaje a Nueva Zelanda encontré a las amigas aventureras, independientes y seguras de sí mismas que no había encontrado hasta entonces. En adelante, siempre prioricé tener ese tipo de amistades, hasta el día de hoy. Y no es que no existieran, sino que yo me demoré un poco en llegar al lugar adecuado, que ni siquiera es un lugar, es un estado mental, una forma de vivir.
Mea culpa
Yo también he sido mala compañía. Cuando fui a Bolivia con mi mejor amiga del colegio, sé que lo fui. En mi defensa diré que me dolía mucho la espalda, lo pasaba mal. Fue cuando decidí hacerme una reducción de pecho. Además, solía tomarme vacaciones extra de la universidad. Los profesores me lo permitían porque era buena alumna, y sólo me exigían, a cambio, escribir y enviarlas por correo, pero no encontraba buena señal de Internet. Eso me tenía muy irritada. Sin embargo, no creo que nada de esto sea excusa. Simplemente, no debería haber viajado, pero la Pame, tolerante como nadie, nunca me criticó ni se quejó de mi mal genio.
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La actualidad
Tengo amigas de 20, 30, 40 y 50 años. De diferentes nacionalidades, colores, tamaños, pero nada de eso nos define. Somos mujeres inteligentes, capaces, independientes, seguras y felices (y eso sí nos define). Hace poco hice un viaje con colegas periodistas de distintas edades. No nos conocíamos, pero lo pasamos increíble. Nuestro punto de unión: el buen humor y la pasión por comunicar, sobre todo de viajes, nuevas amigas que no tienen ganas de competir. Menos mal.
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